martes, 14 de agosto de 2007

RELATO GANADOR DEL CERTAMEN DIEGO BAUTISTA PRIETO

LOS SECRETOS DE MI VIEJA CASA
PREMIO LOCAL: VANESA CAVA GODINO
Aquella mancha permanecía allí, horrenda e impasible en la pared, bajo el viejo reloj que había colgado a la entrada de casa, en la salita, junto a unos cuadros de boda de mis hermanos mayores. Era una extraña mancha de humedad que nadie en casa fue capaz de hacer desaparecer, ni siquiera mi madre a base de cal viva, una y otra vez, ni ninguno de los albañiles que pasaron por casa para hacer algún chapuz. La mancha seguía allí, como si la cosa no fuera con ella. Con la puerta de la calle abierta, la mancha quedaba expuesta, como si de un fresco de El Greco se tratara, a todos los turistas que pasaban calle arriba para visitar el castillo, que, extenuados de subir tantas calles empinadas y, bien ataviados de mochilas y cámara de fotos, terminaban por sentarse en la embarrá de casa para tomar un poco de aliento. Al mirar hacia dentro, los turistas solían echar un vistazo al viejo reloj y la hora que éste marcaba, y luego bajaban su mirada hasta aquella amorfa y desafiante mancha en la pared, para después continuar calle arriba mascullando algo en su idioma en busca del castillo. Lo mismo que mi tío, que desde la casa de enfrente donde se pasaba los días con gran parte de las noches haciendo trabajos de empleita o “capacha”, como él decía, solía echar un vistazo de vez en cuando al reloj de mi casa para controlar qué hora era, sin poder evitar aquella inoportuna mancha anexa al reloj y casi inherente al mismo.

En casa, entre bromas, nosotros solíamos comentar que “seguro que ahí, donde está la mancha debe estar el tesoro, seguro que tras la pared, en el hueco de las escaleras del soberao tiene que haber algo, porque no es normal que quitemos la mancha y al momento empiece de nuevo a salir”, y terminábamos todos riéndonos con aquellos comentarios “Ojalá fuera cierto”, suspiraba mi madre.

Desde siempre he oído contar a las lenguas antiguas del pueblo que, cuando aparecen manchas de humedad tras los muros de una vieja casa es porque “hay metal escondido detrás de esos muros” que, por lo visto, al oxidarse, hace una extraña reacción con las piedras y la argamasa y es expulsado en forma de humedad. Y eso que los muros de mi vieja casa eran gordos de piedras enormes…, pues por allí salía siempre la mancha, junto al viejo reloj.

La casa que me vio nacer se hizo enorme para mis padres cuando se hicieron mayores y enfermaron. Muchas escaleras, muchos soberaos, muchos desconchones en la pared y caliches en el suelo, muchos parches y muchos brochazos para blanquearlas. Y para colmo, el huerto, que ése si que se le hizo grande a mi padre. Cuando mi padres regresó de Francia, donde tuvo que irse “para buscarse las habichuelas”, compró la que fue nuestra casa por dieciocho mil duros. Pero no tuvimos más remedio que venderla a los 35 años de estar viviendo allí porque ya mis padres necesitaban una casita más cómoda y pequeñita para ellos. La casa fue vendida a unos guiris, cosa que últimamente está muy de moda en Jimena, sobre todo, si la casa está ubicada en el casco antiguo del pueblo. A los guiris no les llamó la atención la mancha…

Nosotros nos mudamos a otra casita más chiquita, pero dentro de Jimena, claro está. Sacar a mis padres de Jimena tendría el mismo resultado que sacar a un pez de una pecera. Sinceramente, me dio mucha pena tener que abandonar la casa en la que nací sobre una mesa en el cuarto de estufa, la casa que me ha visto crecer pero que no me verá morir, a no ser que algún día me toque la lotería y la vuelva a recomprar a los guiris…Mi casa de siempre, con no sé cuántos soberaos, con sus vigas viejas y sus ladrillos vistos en el techo que, con el simple paso de un gato por el tejado, dejaba caer un hilito de polvo sobre las camas que allí había, en el soberao de las camas, como nosotros lo llamábamos; con sus oscuras alacenas, donde metías las garrafas de agua y se ponían frescas como si estuvieran en la nevera; con el huerto, donde me divertía buscando los nidales de las gallinas o haciendo cabañas; mi casa, con sus antiguos arcos de medio punto incrustados en la pared; con las macetas de mi madre dando vida a cada rincón de la casa; con su cuadra y su pesebre reconvertido en trastero, donde poníamos los sacos de picón; con las cortinas estampadas separando las alcobas entre sí; con sus goteras de agua cuando llovía, con su embarraíta en la puerta, donde nos sentábamos a tomar el fresco por las tardes; con sus rejas y ventanas hacia la calle, implacables observatorios de la vida local; mi casa, con sus extraños ruidos a cualquier hora del día o de la noche, con aquella extraña mancha junto al reloj y, con sus secretos…

Pronto los guiris que compraron la casa empezaron a hacer obras en ella y a reformarla. A mi me gustaba pasarme por allí de vez en cuando para ver cómo iban las obras y para ver cómo mi vieja casa se iba quedando en el esqueleto. Una de las tardes que pasé por la obra me sorprendió enormemente una cosa. Los albañiles habían picado en la pared donde estaba la extraña mancha y habían descubierto un gran hueco en forma de alacena con un pequeño techito semicircular. Qué extraño, ahora todo me cuadraba, de ahí salía esa mancha de humedad en la pared, de aquel hueco escondido tras la pared. Metí la cabeza en aquella cavidad y sí que estaba fresco aquel boquete, fresco y oscuro. Entonces fue cuando alargué mi mano y palpé dentro de aquel boquete. Para mi asombro, entre el polvo y las piedras que había allí dentro, pude palpar unas pequeñas cosas frías y redondas. ¡Monedas!…, una, dos y tres. ¡Dios mío!, pero, ¿qué es esto?. Excitado ante aquel hallazgo, me salí hasta el patio para poder comprobar aquellas monedas. Dos de Isabel II y una de Fernando VII. “Que extraño que no las hayan visto los albañiles”, pensé. Volví hacia aquel agujero negro y metí el brazo hasta el hombro. Dos objetos redondos y muy pesados, como dos bolas de hierro, una más grande y otra más pequeña, totalmente oxidadas ambas. No tenía ni idea de qué eran aquellas bolas de hierro, pero mi padre, en cuanto las vio, me dijo que eran munición de guerra, de la que lanzaban antiguamente con los cañones en la guerra.


Ahora pasado el tiempo, comprendo el por qué de aquella extraña pero hermosa mancha de humedad que salía junto al viejo reloj. Llevaban razón los mayores del pueblo cuando decían aquello del hierro y la humedad. Conservo esas dos bolas de hierro oxidadas y esas tres monedas como oro en paño, como un vivo recuerdo de lo que mi vieja casa fue para mí, como un tesoro. Pero para tesoro, el que debieron llevarse aquellos albañiles que descuartizaron mi vieja casa. En efecto, una mañana, mi tío me comentó que había oído ruidos en la casa de enfrente durante la noche. Era una noche muy lluviosa. De madrugada, mi tío oyó la puerta de mi vieja casa de abrirse y se asomó a la ventana. Vio salir dos personas cargadas con bolsas llenas de cosas. “Habrán venido a coger caracoles mollunos”, pensó.


A la mañana siguiente me sorprendió ver en un lugar conocido del pueblo a esas dos personas intentando vender a un famoso personaje de Jimena una bolsa con cientos de monedas como las mías y objetos varios, como una especie de león de bronce, una espada y otras cosas que me parecieron preciosas mientras se me partía el alma contemplándolas desde la distancia. No sé si hicieron negocio o no, pero sí estoy seguro de que todo aquello provenía de mi vieja casa… y nosotros sin saberlo. De ese pequeño tesoro, sólo tengo localizadas mis tres monedas, esas dos bolas oxidadas y una daga pequeñita que uno de los albañiles, casualmente, regaló a un buen amigo mío y que la tiene colocada, preciosa ella, en el testero de su chimenea.


Esa es una de las historias de mi vieja casa, toda llena de secretos, habidos y por haber…






A mi novio, en recuerdo de su vieja casa.


Cuqui




AUTORA: VANESA CAVA GODINO
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