jueves, 9 de agosto de 2007

RELATO GANADOR DEL CERTAMEN DIEGO BAUTISTA PRIETO

D O N A R U N A I L U S I Ó N
POR ISAÍAS BUENO TORRECILLA
ESTE ES EL RELATO GANADOR DEL ULTIMO CERTAMEN LIETRARIO DIEGO BAUTISTA PRIETO QUE SALE PUBLICADO ESTE AÑO EN EL LIBRO DE FERIA, OS RECUERDO QUE YA ESTA ABIERTA LA CONVOCATORIA PARA LA VIGESIMOSEXTA EDICION.
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La tarde sobre la Plaza de la Constitución, en Jimena de la Frontera, no estaba del todo sabrosa, pero tras los cristales de mi balcón observé el ir y venir de toda aquella gente que, impasibles a un posible aguacero de última hora, y antes de salir de la plazoleta donde habían apostado una feria del libro, dejaban algo sobre una pirámide que habían colocado en el centro de la plaza para tal efecto. Lo que ponían allí se iba amontonando impidiendo que la figura original de aquel poliedro alcanzara a seguir luciendo su forma. Cada vez más, se iba transformando en un colorido montículo de bolsas de plástico, pues lo que se abandonaba sobre aquel sólido cuerpo llegaba introducido en ellas. Marchaba todo tipo de personas bajo el campanario de la iglesia de Santa María de la Coronada que ya se vislumbraba iluminado de oro. Algunas con vestiduras raras y estrafalarias, otras bien ataviadas, siendo estas últimas las que dejaban caer lo que fuera sin la mas mínima molestia de inclinarse para depositarlo en orden. Al poco, miré al cielo, y lo que en un principio fueron nubarrones hoscos y negruzcos como la aciaga época que vivía todo el mundo, aquel celaje se tornó menos gris y escasamente amenazador. La lluvia, resolví no llegaría aún. Así, sin más observaciones ni treguas, me enfundé el abrigo, rodeé mi cuello con la bufanda y salí de casa. El gentío se oía cada vez con más intensidad a medida que descendía por la escaleras. Una vez en la calle, todo parecía quedo. El eco del interior del edificio amplificaba el murmullo y resultaba, a veces, hasta molesto. Al zambullirme entre la multitud me deje arrastrar hasta aquello que me hizo salir de casa casi rozando la anochecida, y llegué, al fin, al inmenso promontorio repleto. Desde la balconada no se percibía tan grandioso, pero una vez allí, frente a él, casi pude oler lo que contenían aquellas bolsas. Los envoltorios, presagié, guardaban libros. Libros que aquella gente ya había leído o, incluso, habían adquirido en las casetas que cada editorial instaló en la plaza. Se acercaban niños y niñas, hombres y mujeres de todas las edades y hasta perros bien adiestrados que con sus fuertes mandíbulas oprimían la bolsa que luego dejaban caer al suelo para que alguien la asentara junto a las demás.

“Señora, disculpe”, dije volviéndome hacia una mujer. “Dígame”, se prestó ella. “¿Qué dejan en esta pirámide?” Inquirí, casi ruborizada. A veces, mi ignorancia me lo hacia pasar fatal. “Dejamos libros, señoras”, respondió la joven, apresurándose a ceder el suyo. Un escalofrío9 ascendió por mi espalda. Mi olfato, una vez más, no había fracasado.

Sumergida en aquella avalancha y casi desconcertada, o más bien aturdida (pues mis ochenta años ya no me permiten permanecer mucho tiempo entre aglomeraciones), decidí alejarme para tomar aire y, efectivamente, un gran cartel colocado en alto a la entrada misma del asiento pedía un volumen a cada una de estas personas para donar más tarde a los colegios de los países más necesitados. Entonces, observando aquel letrero, rememoré que ese gesto de solidaridad y humanidad existía desde hacía, al menos, 60 años. A mis veinte, y viviendo en un humilde poblado de los Andes, llegó una partida de obras literarias que habían recolectado de muchos países del mundo. Cogí un título al azar de entre una pila y al descubrir sus amarillentas primeras páginas advertí una nota de quien contribuyó con aquella donación. Yo no sabía leer ni escribir. En la aldea todos éramos analfabetos. Pero aprendí a leer y escribir y cada noche, cuando finalizaban las tareas en el campo, me bañaba en agua de rosas con aquellas historias que en él se narraban. El recordatorio de quien cedió la obra decía así: “No sé quién eres, tampoco lo que harás con este libro, de todas las maneras, si decides leerlo, cuando acabes compártelo con otra persona, así, todos os podréis enriquecer”. De ese modo, cuando lo hube acabado de leer, lo dispensé a otra vida. Y así, de mano en mano, llegó de nuevo a mí casi por casualidad al cabo muchos años con otra inscripción: “Gracias por haberme enseñado a soñar, querida amiga”. Rememoré aquel paso indeleble por mi vida con mucha añoranza, sin embargo, el simple hecho de pensar que el gesto caritativo haría feliz a muchas vidas con las historias cedidas, me hizo sentir un abrazo cálido de mí pasado.
Aquellas personas tardarían en marcharse, así que sin más dilaciones regresé a mi casa para remover la estantería del cuarto que dispenso para lectura y extraer el libro que también yo compartí, una vez, con alguien. Se titula El viento que acarició su pelo. La cubierta del tomo, está ilustrada con la imagen de una bella mujer que alzaba su rostro como queriendo robar el aire que la halagó, e iniciaba la historia narrando el soplo de libertad que ansiaba la joven. Aquellas amarillentas hojas comenzaban así: “Estaba tumbada boca arriba tomando el sol. Su airosa figura delataba un período de relajación en estado puro y sus ojos cerrados expresaban serenidad. Una respiración lánguida también se advertía teniendo en cuenta los demás elementos que la elevaban. Sobre la arena de la playa, parecía haber recuperado aquello que todos perdemos alguna vez, la libertad. Lo supe porque al cabo se incorporó. Se ayudó con las manos a levantarse y, una vez erguida, inspiró profundamente. Dejó escapar el aire lentamente como aquello que la dejó ir a ella y avanzó un paso al frente. Un paso tímido, muy corto. Alzó los brazos y luego los situó en cruz, como pretendiendo dejarse acariciar por el aire que depuraba delicadamente su torso. Elevó la cabeza sacando pecho, y mirando al cielo con los ojos nuevamente tupidos, volvió a dejar que penetrase en su interior la brisa salada que provenía del sur. Su corta melena revoloteaba con el soplo tratando de formar parte de aquel delicado baño de independencia que aquella tarde se estaba regalando. Sólo en aquel rincón humedecido por el mar, quedaba la silueta de una mujer que hizo suya aquella infinita soledad para sentirse la persona más feliz de la tierra. A esa última hora, cuando el sol le quedaban unos pocos minutos para dejarnos la visita indeleble de la luna, la mujer aquella, imperturbable, volvió a echarse sobre la arena para extinguir los últimos rayos de luz que del mismo modo la impregnaban de emancipación.”
Cada hoja de aquel libro cedido que pasaba con delicadeza, me hacia contraer el vientre, pues no deseaba más que dejarme bañar en aquella brisa espléndida. Fue de ese modo como descubrí que leer me hacia formula pensamientos –aunque sólo fuera eso- que de otro modo no hubiese logrado alcanzar jamás. Me envolvió tanto la lectura de aquel relato, que no me desprendí de él hasta que en otra partida de ayuda humanitaria adquirí otro, cediendo, como ya os relaté anteriormente, El viento que acarició su pelo. La cosa no quedó ahí. Diez años más tarde, conocí a su autor. Visitó mi aldea y tomó las primeras notas que servirían para escribir su próximo libro. De ese modo, cada tarde, cuando los menesteres del hogar me lo permitían, me acercaba a su cabaña. La cordialidad nos hizo permanecer largos ratos hablando de literatura, hasta que un día, le desvelé como su obra literaria, una de las más famosas, había llegado a mis manos. Nos enamoramos después de aquello y vivimos juntos durante cincuenta años. Mucho tiempo después nos trasladamos a Nueva York y luego a España, a Jimena de la Frontera, donde murió hace ahora un año. Mi marido era Michel Leonord, uno de los más brillantes y reconocidos escritores noruegos. Junto a él, conocí la libertad. Y, como no, el placer de leer y soñar. Introduje el tomo en el bolso y salí nuevamente a la calle. Me aproximé a la pila de libros situada en el centro mismo de la plaza y dejé, con suma delicadeza, el mío; aquel que me acompañó durante décadas a todas partes, y del que no me hubiera desprendido de no ser por contribuir a que personas como usted o yo, encuentren un gozo en él. Luego me alejé de la pirámide literaria y me fui a casa. Me senté en el cuarto de leer y, con unas cartas de mi marido sobre mi regazo, recordé sus caricias sobre mi pelo, gesto que me sacudió el alma haciéndome sentir la misma complacencia que la joven cuando tuvo su melena expuesta al viento.

AUTOR: ISAÍAS BUENO TORRECILLA

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